martes, 21 de agosto de 2007

Dos años sin Manuélez

La semana pasada fue el segundo aniversario luctuoso de mi papá. Tenía pensado escribir unas líneas, pero con la sacudida y los nervios terminé escribiendo sobre el terremoto. Ahora quisiera incluir un pequeño recordatorio sobre Manuelito. El artículo que a continuación reproduzco lo publicó Xavier Velasco, escritor mexicano (Premio Alfaguara 2003 por "Diablo Guardián") que inició su carrera trabajando con mi papá. El texto lo escribió en Milenio unos días después de la muerte de mi padre. Estuve buscando el link directo al artículo, pero ya no lo encontré en el website del diario, así que me tomé la libertad de reproducirlo íntegro, sin autorización del autor. Esperemos que Xavier no se moleste.

Pronóstico del climax - Xavier Velasco
El primer cómplice

Una cosa es escribir, otra ser publicado. Para dar ese paso, comúnmente se necesita de la fe y la paciencia de un periodista.

1 El salario del ego. Cuando lo conocí llevaba el uniforme escolar puesto y mi primer artículo entre las manos. Diez cuartillas, según decía la convocatoria que de seguro él mismo había redactado. Pero no parecía una autoridad. Me acerqué a preguntarle por el suplemento La Onda creyendo que sería otro estudiante, con trabajos andaría a mitad de carrera. Tomó mi artículo, se armó de una pluma y antes de permitirme entender su papel ya le estaba quitando el acento a la palabra fue, no sin antes lanzarme una mueca de contubernio y aclarar: "Ese acento ya sólo lo ponen los viejitos". ¿Cómo fue que ese extraño campechano con aires de paseante pachecón encontró en mis cuidadas diez cuartillas al menos otros tantos errores de redacción? Una vez que lo vi terminar de leer —rauda y al propio tiempo escrupulosamente— las casi trescientas líneas del escrito, entendí que esto había dejado de ser un juego.

Creo que no le pregunté su nombre, seguramente porque aún me preocupaba que pudiera atraparme en el embuste. ¿Qué hacía yo, que por perfeccionarme en el billar había reprobado un año de la prepa, en las puertas de un suplemento cultural? ¿Sabría alguien allí que el suéter y el pantalón grises eran el uniforme del Colegio Westminster? ¿Podía funcionar en la vida real —es decir, en el mundo adulto— lo que hasta entonces era un juego infantil: escribir? Salí de esa oficina con los huesos ligeros y el mito intacto: luego de aquel examen inesperado, tenía la idea fresca de no estar ya más solo con el juego. Tal como había inferido cada domingo en las páginas de aquel suplemento irreverente —a menudo tan desenfadado que capturaba incluso la atención de un aspirante a fósil escolar—, era posible hacer de la escritura fechoría; más tarde o más temprano, ellos serían mis cómplices.

Un par de años después de aquel concurso, cuyos tres ganadores recibimos un premio tan miserable como emocionante, volví en busca de aquella complicidad, cargando con el fardo de una carrera universitaria que detestaba la idea de continuar. Llevaba, una vez más, un escrito entre manos: pretendía, ahora sí, que me lo publicaran en La Onda. Finalmente, ellos habían alborotado el gallinero, quién les mandaba darme esos premios tan chafas. Con el alma y el ego en el mismo hilo resistí una vez más la lectura incisiva por el mismo sujeto que dos años antes me enseñó a no poner acento en fue. Luego de algunas observaciones irrefutables, el hombre de la pluma preguntó si me interesaba colaborar semanalmente, y como el solo pasmo de mi reacción delatara un vibrante interés en el tema, se apresuró a advertir: Pagamos una mierda, ¿eh? "Pagamos": esa sola palabra ya sonaba a justicia poética. Cuando salí de allí, con las manos felices por vacías, llevaba triunfalmente en una de las bolsas la tarjeta: Manuel Gutiérrez Oropeza, jefe de redacción.

2 Al mando del destrampe. Cinco meses después ya me habían sembrado en esa oficina, si bien Manuel tendría que aclarar que jamás la consideré una oficina. Entre otras cosas porque fue él quien se encargó de volverla algo así como un reformatorio de corte liberal. Imposible permanecer allí sin carcajearse, sin devolver las bolas rápidas del jefe de redacción, a su vez respondidas por colaboradores, amigos, turistas y lunáticos diversos. Una turba que en principio tal vez habría logrado intimidarme, a no ser por las bromas cáusticas de Manuel, de las cuales él mismo no se salvaba. Todavía no conseguía reponerme del trauma de pasar cada mañana en cautiverio cuando lanzó el primer anzuelo: Oye, güero, ¿me traes unos cigarros? Sospecho que nos hicimos amigos a partir del momento en que gustosamente le ofrecí acompañarlo a la tienda. ¡Pinche güero soberbio!, escupió satisfecho. Era el primero de una larga serie de exámenes, unas veces en la Universidad de la Vida Periodística y otras en el Liceo de la Cábula.

He olvidado el número de mujeres que me llamaron a la oficina desesperadas por dormir conmigo esa noche, todas ellas con voces y tonos distintos, pero siempre lo suficientemente perturbadoras para hacerme tartamudear, hasta que de sus labios anhelantes emergía la voz profana de Manuel: ¡No seas nalgapronta, güero! ¿O sea que eso era un jefe? Nunca me lo creí. Nada más cumplir tres, cuatro días como coordinador del suplemento, entendí que la táctica ideal para sobrellevar aquella sutilísima forma de cautiverio era ver en Manuel a un compañero de pupitre. Nadie entre mis amigos imaginaba lo aburrida que podía ser una tarde en la universidad comparada con una mañana en La Onda, donde estirar los límites del respeto era un deporte tan rudo, pero asimismo tan cotidiano, como irrumpir corriendo equinamente entre las mesas de la Redacción para ganar la única computadora disponible.

Imposible ignorar la presencia de alguien como Manuel en la Redacción. No sólo porque con frecuencia le daba por cantar o declamar a grito pelado, sino porque solía aprovechar cada una de las oportunidades que se le presentaban para explotar sus dotes histriónicas. En tres años lo vi berrear, saltar, tirarse al piso, aventar los zapatos y sacarle la risa a todo el mundo menos a Nicolás Sánchez Osorio, que hasta hoy la reserva para las fotos. Ahora bien, ir con Manuel Gutiérrez por la calle conllevaba riesgos como el de verlo detener a una desconocida y preguntarle: ¿Verdad que mi amiguito tiene cara de depravado? ¿Le cuento lo que acaba de decirme?

De más está insinuar las posibilidades editoriales —otros las llamarán excesos— que semejante situación permitía. Si con la coordinación del suplemento en manos de Eduardo Mejía hubo una cierta base de consciencia, ésta se diluía entre las de las de Manuel y las mías: ambos al propio tiempo minuciosos e irresponsables, de modo que no había diversión mayor que la de provocar: un deporte en el cual nunca logré llegar más lejos que Manuel. Y en fin, que me esforcé, tanto que tres de mis seudónimos fueron consecutivamente despedidos —por vicios y opiniones inferibles en sus palabras—, de manera que sólo la generosa irresponsabilidad del jefe de redacción consiguió sostenerme en el cargo, seguramente cierto de que reincidiría. Porque eso no era serio, no podía serlo. Esa oficina, extrañamente parte del diario Novedades —"un periódico para jubilados", opinaba Manuel, entre provocador y resignado, y yo me preguntaba a cuántos jubilados les interesaría el nuevo álbum de U2—, era un refugio a prueba de madurez donde caía el inicio de la tarde del viernes y el jefe de redacción anunciaba de un grito: ¡Puto el que se quede!

3 Welfo te absolvo. Fue Manuel quien un día me llevó a conocer a Xaviera Hollander. Una vez terminada la entrevista, pude ver a la autora de La alegre Madame entregarse a arrinconar a su entrevistador, empeñada en comer periodista en pleno lobby del hotel, para al fin entregarle su nuevo libro con la dedicatoria más sugerente que jamás leí: "Ven a verme para un examen oral". Ignoro si la Hollander tendría una estrategia de difusión basada en besuqueos, fajes y arrimones, lo cierto es que Manuel —seductor automático y esposo fidelísimo— tenía un imán para las situaciones insólitas, y un talento especial para resolverlas. Como la noche en que, de visita por el Bar León, debió hacerse pasar por sacerdote para salvar el cuello de un amigo. Así, mientras sus compañeros de parranda bailaban y bebían, fray Manuel prodigaba consejos de perdón y al cabo confesaba a la chica de su compinche, absolución incluida.

Miguel Pitti, se llamaba el más soso de mis seudónimos: un crítico porteño especializado en hacerse odiar por sus lectores. Unas semanas antes de resolver matarlo, encontré en el archivo electrónico un atento recado de Manuel: Apúrate, Pitturent, que ya me anda por pittirrearme de tus estupittideces. Era, pues, un deporte de alto riesgo darle a leer los cuentos que escribía, y cuyo veredicto aprobatorio solía ser un Está bonito, güero, acompañado de la sonrisilla entre burlona y cómplice que debió de tener el Vadinho de Doña Flor y sus dos maridos. Un día lo agarré de vena histriónica y leyó el cuento entero en voz alta y melodramática, con el tono preciso de una radionovela, para sonoro regocijo de los presentes. No fue la última vez que fallé un engrapadorazo directo a la cabeza.

Hace unos días supe de una noticia inconcebible: Manuel jugó la broma extrema de morirse sin más, por equis causa clínica impredecible, súbita y fulminante. Algo que no creeremos fácilmente ninguno de quienes lo vimos tantas veces hacerse el muerto a media Redacción. O quienes aguardábamos en ascuas a que nos relatara los últimos ingresos en su agenda, donde sólo anotaba los chistes peladísimos que hacían las delicias de sus alumnos-cómplices. Supongo que Manuel habría preferido ver aquí una breve antología de su agenda: detestaba la idea del reconocimiento público, tanto que lo evitaba a risotada limpia, amén de transferir comúnmente sus ingenios a los escritos de sus colaboradores menos avezados. No quería posteridad, eso es seguro. Por eso sólo puedo concluir que en adelante Manuel —aficionado, entre a otras cosas, a escribir calaveras cada día de muertos— podrá seguir haciendo lo suyo desde la más rampante impunidad. Qué más va uno decir, si por más que se esfuerza no logra imaginarlo diez minutos quieto.
Xavier Velasco

2 comentarios:

Sociedad Astronomica Urania dijo...

Dos años sin Oropeza y sin embargo parece tan presente, tuve la oportunidad de tomar unos cuantos tragos con el (unos cuantos es un eufemismo)y convivir desde muy joven con el buen Manuel, sintiendo un gran respeto y admiracion por su gran ingenio e inteligencia. Elevo la copa en un brindis postumo por el amigo y gran ser humano que nos jugo su ultima broma, ¡ALGUN DIA TE ALCANZAREMOS MANUEL!

Unknown dijo...

Hola, soy Enrique Aguilar R. Yo fui amigo de tu papá y llevaba años buscando este texto de Xavier Velasco. Hoy fue mi día de suerte. Porfa salúdame a tu mamá. Ella si se ha de acordar de mí. Un abrazo.